Danzantes valencianos de Aoiz

Ahora que el Grupo de Danzas sigue con su investigación para recuperar su famoso paloteado del siglo XVIII y reconvertirlo en una nueva ezpatadantza, colgamos aquí un artículo de Jesús Pomares Esparza del nº 54 de la revista “Dantzariak”, en el que nos detalla la importancia que tuvieron estos danzantes en aquella época.


[…] He creído oportuno traer algunas noticias, tomadas de diferentes publicaciones, sobre los antiguos danzantes valencianos que en otros tiempos venían a Pamplona de forma continuada, constituyendo una parte importante de nuestras fiestas y eventos extraordinarios.

Aquellas cuadrillas de danzantes valencianos estuvieron actuando en Pamplona durante más de cien años, prácticamente durante todo el siglo XVIII. En concreto, estuvieron desde la penúltima década del siglo XVII hasta 1792. Son datos precisos, publicados por Jesús Ramos Martínez *, fruto de exhaustivas investigaciones en el Archivo Municipal de Pamplona y otros. Buena parte de los detalles que aparecerán más adelante son de su cosecha.

La asistencia de los valencianos a nuestra ciudad, más que continua, tendríamos que decir que era imprescindible. Así lo da a entender el “Libro de Ceremonial” del Ayuntamiento, que se fue redactando en torno a la segunda mitad del siglo XVIII. Para las fiestas de San Fermín dispone lo siguiente:

“La vispera de San Fermín de Julio ai visperas solemnes en la capilla, y para ello se junta la ciudad en la casa del ayuntamiento à las tres de la tarde. Y va a estta hora à dicha capilla en Cuerpo de Ciudad, con sus mazas, tenientes de Justicia, Ministros y Clarines, con mucho y mui lucido acompañamiento de cavalleros y vezinos que à estte fin se combida por los tenientes de Justicia. Y todas las Danzas de Valencianos, Julares y otros instrumentos que se disponen”.

Para el día del santo: … “del Ayuntamiento a las 9 horas se sale a casa del abanderado y se le trae a la Casa del Ayuntamiento los Regidores cabos de Sn Cernin y Sn Nicolas con las mazas, Tenientes de Justicia, ministros y clarines, danzas, julares y demas instrumentos que se disponen para la fiesta. Disponese la danza de Jigantes de la Ciudad. Tambien se dispone de la danza de Aoiz y otras dos de valencianos, sin que en esto haia punto fijo; que unos años suele haver dos Danzas y otros tres”.

Para ir a los toros, entonces en la plaza del Castillo, : “Va la Ciudad con sus mazas, tenientes de Justicia, clarines y timbales todos a caballo, y las danzas de valencianos, julares y demas instrumentos a la casa del toril…”. (No está de más recordar que esos julares que aparecen en los escritos son los músicos que hoy en día llamamos txistularis, al igual que los tamboriles que van a salir a continuación).

54Al margen de las citas existentes en el archivo municipal de Pamplona referentes a los danzantes valencianos, podemos encontrar alguna que otra alusión a los mismos en diferentes testimonios de la época, que en cierto modo enfatizan su presencia. Así, el secretario municipal, Valentín Pérez de Urrelo, dejaba constancia en 1759 del aparatoso enfrenamiento ocurrido dos años antes, la tarde del 6 de julio, entre el clero y la Obrería de San Lorenzo por una parte y la corporación municipal por otra. El asunto era de gran importancia en esa época. Los de San Lorenzo habían decidido vestir a San Fermín con una capa pluvial blanca, cosa que no aceptaban de ninguna manera los regidores de la ciudad, que querían que el santo luciera “la capa encarnada más rica”. Las vísperas se retrasaron dos horas. Esto es parte del relato de Pérez de Urrelo:

“Fue la Ciudad a dicha Capilla, formalmente, yendo el señor abanderado ocupando el puesto del señor cabo de San Nicolás, que es el que le corresponde en este acto, a lo que serían las siete, con sus mazas, tenientes de justicia, clarines y timbales; cinco danzas, las tres de valencianos y las otras dos de Aoiz y Bargota; julares, salterios y instrumentos músicos, acompañada de numeroso y lucido concurso de eclesiásticos, caballeros y vecinos, que aguardaban desde la hora de las cinco señalada para las Vísperas”.

Al día siguiente, relata Florencio Idoate, que es quien nos acerca este sucedido en “Rincones de la Historia de Navarra”, se hizo la procesión como siempre y a su hora, con los cabildos de la Catedral y parroquiales, comunidades regulares, danzantes valencianos y gigantes, el abanderado de la ciudad, etc…todo con total normalidad aunque el Ayuntamiento, muy a regañadientes, tuviera que tragar con que San Fermín siguiera vestido de blanco.

Nos podemos ir haciendo a la idea de que en aquellos años, cuando todavía faltaban dos siglos para el tumultuoso “riau-riau”, la marcha a Vísperas era ya un acto multitudinario, el primero de las fiestas. Lo confirma unos años más tarde con interesantes detalles el Padre Francisco Méndez, ayudante y compañero de viajes del gran historiador e incansable viajero Padre Flórez, autor, entre otras, de la monumental obra “España Sagrada”. Ambos religiosos agustinos estuvieron en Pamplona entre los días 2 y 8 de julio de 1766 y no tuvieron más remedio que presenciar las fiestas de San Fermín. Posteriormente, en 1780, Méndez publicó el libro “Noticias sobre la vida, escritos y viajes del Rmo. Mtro. Fr. Enrique Flórez…..” .Describe así aquellas fiestas que vio a su paso por nuestra ciudad:

“En la víspera de San Fermín, se junta la ciudad en su casa pública, día 6 de julio. Va a cantar vísperas la música de la catedral a la parroquia de San Lorenzo, donde está la capilla de San Fermín. Van delante de la ciudad cuantos instrumentos quieren concurrir: tamboril, gaita, violín, vihuelas, etc. A cada uno le dan dos pesos. Concurren también danzas de valencianos, de Navarrete y de Aoiz. Vuelta la ciudad de San Lorenzo a su casa pasa a la plaza, dispuesta ya para toros, y concurren los danzantes para hacer sus habilidades”.

“Al otro día sale la ciudad de su casa, precedida de tamboriles, clarines y cofradías con sus estandartes a la catedral(….)Por la tarde van a la plaza y repiten los danzantes su diversión; y corren dos toros” .

Respecto a la gran cantidad de julares que encontró en Pamplona, procedentes por aquel entonces de numerosas localidades de toda la geografía navarra, pero especialmente de la Montaña (Baztán, Santeseteban…) y también de Guipúzcoa, nos aporta este interesante comentario:

“ La concurrencia de tamboriles es muy extraña pues el conjunto forma un conjunto extraordinario y molesto al oído. Más de ochenta contamos entre todos, y dicen que cada año van aminorando”.

Aquel año de 1766 hubo una corrida ordinaria el día ocho de julio y otra extraordinaria el día diez, organizada ésta por la Obrería de San Cernin con el fin de obtener fondos para la construcción de la capilla de la Virgen del Camino. Torearon los diestros Matías Serrano, de Villafranca de Navarra, y el célebre Manuel Apiñániz, el Tuerto de Calahorra. Entre los auxiliares estaba uno llamado José Gil, apodado “el valenciano”, que figura en el rolde como danzante. Como danzante y como danzante valenciano, seguramente, sería más diestro que como torero, pues el secretario municipal, encargado de valorar y constatar las actuaciones de los toreros con calificativos como “bastante bueno” , “bueno”, “mediano”, “malo”…unos años más tarde escribe: “Joseph Xil, el valenciano, inútil”. No es el único, cuenta, cómo no, de Luis del Campo, nuestro Cossío local.

Hay que tener en cuenta que durante los siglos XVII y XVIII el arte de los danzantes, como estamos viendo, compartía el coso taurino con el arte de la lidia en unas funciones que ocupaban toda la tarde, hasta el anochecer. En 1738 vino a Pamplona doña Mariana de Neoburg, viuda del “Catholicísimo Rey Don Carlos Segundo”. El día de su recibimiento, una verdadera tropa de muchachos vociferantes, más que aclamar a la reina viuda, no dejaba de pedir toros a Su Majestad. Y los hubo. La barroquísima crónica de la regia estancia dice esto de la corrida extraordinaria:

“Iba el acompañamiento de Su Magd, muy lucido. Precedían las danzas , flautas y tamboriles; ensalada que jamás deja de dar sainete y hallarse en toda función, como tamboril de todas bodas. Después iban los batidores, inmediatamente la silla de S. Mag. rodeada de los alabarderos…”

Existían los danzantes que a la vez se lucían como toreadores, algo hoy en día tan desconocido en el mundo de nuestras danzas tradicionales. Toros y toreros navarros en esos años tuvieron gran fama en una dilatada geografía y no pocos de esos toreros eran oriundos de poblaciones de las riberas del Ebro, como Calahorra o Alfaro, pertenecientes a lo que hoy llamamos la Rioja Baja. De esas tierras vinieron a Pamplona repetidas veces a mediados del siglo XVII danzantes toreros como los de Igea ( Ejea de Cornago en aquel tiempo); venían con sus danzas de paloteado y broquelcillos y el gaitero; además eran diestros en el zapateado. Se aplicaron de igual forma al toreo en la misma época danzantes de Alfaro o de Logroño, que también danzaron y torearon por San Fermín. Los danzantes valencianos también solían ser toreadores. Y comediantes, como vamos a ver.

Pero vayamos a la Pamplona de 1776 y a las cuadrillas valencianas. Las obras de la capilla de la Virgen del Camino, en la parroquial de San Cernin, habían sido largas y costosas; duraron casi veinte años. La suntuosa capilla se inauguró, por fin, el 25 de agosto de aquel año. Pamploneses, cuencos y forasteros disfrutaron de ocho días de fiestas por todo lo alto, con actos religiosos solemnes, ornato de calles y fachadas, luminarias, altares en las calles por donde iba a pasar la vistosa procesión, carros triunfales y mojigangas, toros, fuegos artificiales y…. danzas de Valencia y Bargota. La crónica de las celebraciones dice esto de las danzas:

“La demasiada gente no dejó lucir la orquesta, que estaba en el balcón de la Casa del duque (del condestable decimos hoy). No menos alegría causaban las dulzainas con danzas valencianas, que duraron quince días”.

La misma crónica describe así el momento de la vuelta de la procesión del día 25 y la entronización de la imagen, acto que, por cierto, todavía se sigue conmemorando en nuestros días con una solemne novena a finales de agosto, verdadera reliquia de aquella teatralidad de la fiesta barroca:

“Estaban dentro de la iglesia tañendo las dulzainas y clarines; añadióse a esto la llegada de Nuestra Señora y todo junto causó tal ternura que el gozo dejó sin libertad a las gentes”.

Los danzantes valencianos pasaron por las ciudades y los pueblos más importantes en sus fiestas principales, tanto ordinarias como extraordinarias, al estilo de esta de la Virgen del Camino, en Pamplona. Los conocedores del mundo de la danza tradicional se encuentran con ellos con frecuencia. Repasando diferentes trabajos especializados en estos temas podemos comprobar que aquellos estudiosos que se han sumergido en el pasado de la danza en diferentes localidades, al llegar a finales del siglo XVII y al XVIII, se han encontrado con los valencianos: en Elciego por Santa Isabel, en Tolosa el día del Corpus, en Segura, Vicente Riberter, por San Juan y en 1760 con motivo de las Juntas Generales de Guipúzcoa, en Villafranca de Ordicia, en 1781, contratados de nuevo para las Juntas Generales por su “extraordinaria habilidad”, en diferentes localidades vizcaínas – no hago más que repasar la revista Dantzariak-, en Estella al menos en 1698, en Tarazona en 1789, con motivo de la proclamación de Carlos IV…en Tafalla, con la reapertura de la iglesia de Santa María, en 1736, después de costosas y largas obras, con ocho días de solemnes fiestas y ocho días de danzantes valencianos.

Estuvieron también muchos años, a partir de 1686, en las en su día importantes fiestas del Corpus de Bilbao, las más celebradas de la villa, como constata Iñaki Irigoyen en su última publicación, magníficamente documentada, sobre las fiestas bilbaínas (Las Fiestas de Bilbao: danzas y músicas entre los siglos XVI y XIX)Aquí aparecen especialmente los nombres de Joseph Messeguer y Joseph Marín con su compañía de danzantes y comediantes.

Los valencianos eran danzantes “ventureros” o aventureros, es decir, itinerantes. Formaban cuadrillas, básicamente de ocho hombres, más la dulzaina y el atabal, que año tras año remontaban el Ebro para llegar a estas poblaciones y seguir hasta Castilla y León. Por otros itinerarios llegaban a tierras del sur de la península. Iban a Granada por el Corpus: “… una danza realizada por valencianos, que hacían mil alardes de destreza…” y a Sevilla, por supuesto, una de las plazas más exigentes.

En Ayuntamiento de Sevilla contrató la danza de los valencianos por primera vez en 1674.Mucho revuelo debía ocasionar dicha danza en la ciudad pues llegó un momento, en 1751, en que el Cabildo Catedral manifestaba al Ayuntamiento que la danza de valencianos no debería ir el día del Corpus delante de la custodia, ni la última tarde de la octava debía actuar en el trascoro de la catedral, dadas las irreverencias que realizaba ante el Santísimo. Se le acusaba de volver las espaldas a la Eucaristía, de cubrirse la cabeza con los sombreros, realizar otras acciones indecorosas e interrumpir la marcha de la procesión.

Pero la danza de los valencianos, cuenta Herminio González Barrionuevo- maestro de capilla de la seo hispalense, autor del libro “Los seises de Sevilla”- siguió saliendo en el Corpus de aquella ciudad muchos años más. Así la vio el escritor y periodista sevillano José María Blanco -Blanco White-, que dejó en 1822 una preciosa descripción de la procesión desde su exilio en Inglaterra, rememorando su juventud en Sevilla, en los últimos años del siglo XVIII:

“Mezclados con el grueso de la procesión iban tres grupos de danzantes: en primer lugar los valencianos, vestidos con su traje tradicional, de chaleco suelto, mangas de lino atadas a las muñecas y a los codos con cintas de varios colores y anchos calzones de color blanco que llegaban hasta las rodillas, y que interpretaban un baile muy animado, entretejiendo sus pasos con movimientos de sorprendente agilidad. A estos seguían los danzantes del baile de las espadas, vestidos con el antiguo traje militar español, y, al final, venían los intérpretes de un viejo baile español, creo que la chacona…”

A diferencia de los danzantes existentes en muchos lugares, con unas actuaciones sujetas a un ceremonial determinado y a unas fechas fijas, sin ningún tipo de desplazamiento fuera de su demarcación ritual, por estar igualmente sujetos a un gremio, a una cofradía, a una fraternidad, a un barrio, a una corporación… –recordemos, entre otros, a los hoy famosos danzantes del Patronato de Musquilda, en Ochagavía -, estaban aquellas comparsas de danzantes que salían de sus pueblos y ciudades de origen para presentarse, una tras otra, en diferentes localidades a lo largo del “estío festivo”, desde el Corpus hasta San Miguel. Sin duda alguna, entre los segundos, los danzantes valencianos fueron los que trabajaron las rutas más largas, haciéndose con el tiempo familiares en cantidad de fiestas e integrándose plenamente en la intimidad del ritual festejante de cada una de ellas.

En grandes y medianas poblaciones los danzantes, bien locales, bien forasteros, se presentaban al bando o convocatoria hecha por la corporación municipal. Eran requeridos para dar más lustre a la fiesta, primero en el ámbito sacro y luego en el ágora local, muchas veces la plaza de toros montada expresamente para la fiesta. Venían a satisfacer primeramente el compromiso de agradecimiento y reverencia ante la “divinidad” protectora del lugar –cortesías, procesión, danza en el interior del templo…- a la vez que eran también parte importante del componente lúdico de la misma fiesta, junto con las comedias, los toros, los fuegos de artificio, etc…: misterio y diversión, culto y espectáculo, devoción e irreverencia devota, todo ello confundido en una misteriosa mesura.

Los regidores, a través de la magia de los danzantes, se mostraban así generosos con el cielo, con el regocijo terrenal del pueblo y al mismo tiempo con su propio lucimiento corporativo. Los danzantes costaban lo suyo a las arcas municipales y eran las mismas autoridades quien a pesar de la antigüedad, solidez y rigidez de formas de estas danzas de danzantes, en gran medida atemporales, premiaban las innovaciones, las invenciones, los mejores trajes, los mejores volteos, etc… Esto era compatible con los rasgos más arcaicos de las mismas danzas.

Tengamos en cuenta que una buena parte de estás danzas, tal vez la más trascendente, estaba formada por danzas de cortesía o reverencia y procesión, de troqueado ( cambio o trueque continuo, geométrico y simultáneo de las posiciones de los danzantes), danzas de espadas( sables) enfrentadas, danzas de palos y de arcos, también troqueadas, danzas sobre zancos, incluso ; danzas destiladas de viejísimos ritos agrarios propiciatorios, muchas veces atrapados en evoluciones pírricas o guerreras; danzas aprovechadas, o valoradas, a su vez, por el Cristianismo en su paraliturgia festiva renacentista-barroca; danzas con su indumentaria ritual, ajena a las modas, con hombres con faldillas, bandas y lazos, con cascabeles, máscaras, sombreros peculiares…danzas asociadas al teatro religioso o a pequeñas pantomimas…

En este abigarrado mundo de los danzantes parece que destacaron indudablemente los danzantes valencianos, excelentes danzantes, expertos en troqueos, en volteos, en equilibrios, en todas las habilidades habidas y por haber y en una variedad de ejercicios y arquitecturas humanas que hoy en día nos cuesta imaginar; en definitiva, en danzar y voltear, que es lo que más les debía caracterizar. Sus diestros maestros de danza, ya lo podemos intuir, serían unos verdaderos innovadores.

Pero en esto del “danzar y voltear”, expresión que aparece repetidas veces en las libranzas de pago municipales, ya tenemos en 1610, antes del protagonismo de los valencianos, a Sebastián de Covarrubias con su “Tesoro de la lengua castellana o española” , que nos deja una explicación bien jugosa de la voz “boltear”:

…”el que da bueltas con el cuerpo(…)el que haze bueltas en el aire y en el suelo, y passa por unos aros de mimbre dos y tres. En el suelo hazen la buelta peligrosa. El salto de la trucha, el ovillo, el molino. Éste se haze poniendo la cabeza en el suelo y dando bueltas con el cuerpo a la redonda, a una y otra mano, de que hizo mención Homero (…)Esta rueda de bolteadores en el aire se hizo en Valladolid, en unas grandes fiestas, y la meneaban con granidíssima velocidad, yendo asidos a ella los cuerpos, en el aire, unos muchachos, sin soltarse ni desvanecerse, que fue cosa de mucha admiración. Otros bolteadores hazen las fuerças de Hércules llevando uno cinco o seis, unos cabeza abaxo y otros de pies, y aviendo dado buelta con ellos al teatro, se le despiden los unos y los otros, dando bueltas en el aire y bolviendo las armas contra él con espadas y broqueles, al son de algún instrumento, o unos contra otros hazen una batalla fingida, la qual se llama dança pírricha, o de Pirro,…”.

Parece ser que los danzantes valencianos, tan aplaudidos y elogiados en tantos lugares, fueron dejando por donde pasaban un estilo y un saber que enriquecían el hacer de danzantes locales y de otros danzantes itinerantes, en definitiva, de otros maestros de danza. Tanto es así que comparsas de danzantes que no procedían de Valencia pasaron a llamarse también “danzantes valencianos”. Tal es el caso de los danzantes de Aoiz, que en repetidas ocasiones aparecen con esta curiosa denominación. El Libro de Ceremonial de Pamplona, citado más arriba, señala para el día del Corpus:

“…disponese la danza de valencianos de Aoiz, de quenta de la ciudad y viene de vispera…”.

Otro dato del Ayuntamiento de Pamplona y de los danzantes de Aoiz: en 1754 se paga a “Balentin de Redin, vecino de la villa de Agoiz, quince ducados por una danza de ocho muchachos con su dulzaina y tamborcillo, que à imitación de los valencianos atraido para la fiesta del martirio del Glorioso Patron San Fermin de este año”.

No sólo los de Aoiz danzan a lo valenciano. En 1707 –sigo leyendo a Jesús Ramos-, el Regimiento pamplonés paga al gaitero de Artaiz, Salvador de Iturralde, “por una danza que de orden de la dicha ciudad, desde la ciudad de Estella ha traido de muchachos, quienes a imitación de Valencianos han manifestado sus habilidades en las fiestas por el nacimiento del Principe…”.

El estilo valenciano se difunde también en ambientes diferentes a las fiestas convocadas por la autoridad municipal, como este de la máscara o mojiganga que hicieron los jóvenes teólogos en la ciudad de Salamanca, con motivo de la canonización de San Luis Gonzaga y San Estanislao de Koska. La narración de la misma es del padre Isla, de la “extinguida” Compañía de Jesús, publicada en 1787, aunque se refiere a 1727. El texto no tiene desperdicio. Eran estudiantes navarros los que protagonizaron el evento:

“Procesión, músicas, danzas, representaciones, máscara…lances fueron en que estos gallardos jóvenes sacaron a público tablero su garbo, su destreza y su gala (….) aunque para vestirla de varias festivas circunstancias concurrieron también estudiantes de la ínclita nación de Vizcaya”.

Hubo en aquella fiesta jesuítica de Salamanca danza de galanes o volantes. Dos de ellos fueron a pedir la venia para la mojiganga y… “Obtenida la licencia de la ciudad para que entrase la máscara, volvieron con ella los dos volantes corriendo, o rodando, pues al atravesar la plaza dieron muchas vueltas valencianas con singular ligereza y primor, publicando a saltos su placer y mostrando que venía la licencia como rodada”.

. Podemos, quizá, estar asistiendo a la evolución de las danzas genuinas de los valencianos hacia unas formas estereotipadas de las mismas – como también llegaron a ser las de gitanos, labradores…etc..-, que perduraron y sobrevivieron incluso a los mismos danzantes oriundos de las tierras valencianas.

El efecto homogenizador de los danzantes valencianos se pudo manifestar de igual modo en la vestimenta. Las chaquetillas o jaquetillas de los danzantes o las “valencianas” de los toreros de la época parecen proceder de los usos de aquellos. El padre Isla -otra vez hablando de danzantes- en su famoso “Fray Gerundio de Campazas”, describe minuciosamente la vestimenta de los danzantes de esa localidad leonesa a principios del siglo XVIII en la fiesta del Corpus, con “muchos clérigos circunvecinos y multitud de frailes aventureros”:

“Precedíalos a todos el tamboril y la danza, compuesta de ocho mozos, los más jaquetones y alentados de Campazas, todos con sus coronas o caronas arrasuradas sobre el cráneo o plan de la cabeza, ésta descubierta y las melenas tendidas; jaquetillas valencianas de lienzo pintado, con dragona de cintas de diferentes colores; su banda de tafetán prendida de hombro a hombro y prendida de las espaldas en forma de media luna; un pañuelo de seda al pescuezo, retorcido por delante como cola de caballo, y prendido en la punta por detrás como hacia la mitad de la espalda; camisolas de lienzo casero, más almidonadas que planchadas, y tan tiesas que se tenían por sí mismas en cualquier parte; calzones de la misma tela que la jaquetilla; y en la pretina, por el lado derecho, colgando un pañuelo de beatilla con mucha gracia; las bocapiernas de los calzones holgadas y anchas, guarnecidas de una especie de cintillo o cordón de cascabeles; medias de mujer todas encarnadas; zapatillas blancas con lazos de hiladillo negro; y, en todo caso, todos ceñidos con sus corbatas, para meter los palos del paloteado en el mismo sitio, y ni más ni menos como los arrieros llevan el palo en el cinto”.

Como podemos ver, la valiosa descripción del polémico jesuita todavía permanece viva en bastantes pueblos que han conservado sus danzantes.

Más palpable resulta todavía la difusión de un tipo de faldillas, más o menos largas, por una amplia y variada área peninsular, que muy bien puede deberse a la misma procedencia. En Oñate las faldillas de los dantzaris del Corpus aparecen citadas como “faldillas valencianas” en 1766, si bien parece más prudente pensar que esto de las sayuelas pueda tener otras dimensiones temporal y geográficamente más extensas.

En lo referente a la música y a los instrumentos musicales, los danzantes valencianos ejercieron igualmente su influencia sobre el panorama preexistente en las comarcas en que aparecían. En Pamplona, en el periodo que comprende la segunda mitad del XVI y el XVII, los danzantes eran acompañados primero por julares y algo más tarde por gaiteros; los primeros tañendo la flauta y simultáneamente el tamboril, en unos casos, y el salterio o “ttun-ttun” en otros , y los otros, la gaita, que según épocas y lugares ha venido recibiendo diferentes nombres: cornamusa, gaita de odre, gaita gallega, gaita (sin más)…en cualquier caso sin percusión. La dulzaina, acompañada de redoblante –dos músicos- se afianza en un momento determinado del siglo XVIII, hacia la tercera o cuarta década, y esto parece tener relación con la llegada previa de los danzantes valencianos, con su dolçaina y tabalet.

A partir de ahora gaita y dulzaina, dos instrumentos en principio diferentes, pero aplicados a los mismos usos, quedarán en el habla de algunas zonas entrelazados semánticamente, viniendo a ser lo mismo gaita que dulzaina. Es el caso de Navarra –“gaiteros-dulzaineros” de Estella-. El desplazamiento gradual de la gaita por la dulzaina es un hecho que ha quedado constatado por diferentes investigadores en un movimiento que va desde el Levante hacia zonas más occidentales de la península ibérica. Pero esto es ya un tema mucho más extenso. José Antonio Quijera, gran erudito de las danzas y bailes riojanos, registra este movimiento en La Rioja todavía a principios del siglo XX.

La profesionalidad de los danzantes valencianos queda patente en su remuneración, claramente superior a la de otros grupos y en el hecho de desplazar a otras comparsas habituales en cada lugar. En concreto, en Pamplona, como hemos visto, durante el siglo XVIII son casi exclusivamente los danzantes de Aoiz, los de Bargota y los valencianos –también bastantes años los de Navarrete, cerca de Logroño- los que actúan en las fiestas más importantes, a diferencia de la variedad de procedencias en el siglo anterior: bien de la misma ciudad o de la Cuenca ( danzantes de Echauri, Subiza, Esparza…danzantes de Tajonar, que repiten su asistencia varios años); de Obanos, Puente, Cirauqui, de Estella, de Sangüesa, de Tudela ( todo un mundo dentro del mundo de la danza, que comienza en esta ciudad en 1580, por el Corpus, con danzantes gitanos acompañados de flauta y salterio o ttun-ttun), de Cascante, Fitero… de las cercanas poblaciones de la Rioja Baja (Igea, Cervera del Río Alhama, Alfaro, Calahorra, Arnedo…) y del cercano Aragón (Tarazona, Ejea de los Caballeros o de la parte de Jaca).

Los danzantes valencianos estuvieron por última vez en Pamplona en 1792. Los años siguientes fueron los de la Guerra de La Convención y los valencianos ya no volvieron, perdiéndose un elemento de gran importancia en la fiesta y en concreto en la danza. Pero ya, poco antes, la danza de danzantes había sufrido un duro golpe que anunciaba una clara decadencia, por no decir, casi, su desaparición.

Las autoridades religiosas de las diferentes diócesis, durante los siglos XVI, XVII y XVIII , en ocasiones, tuvieron que aplicar a las actuaciones de los danzantes diferentes recomendaciones, limitaciones e incluso prohibiciones, al producirse gastos excesivos, irreverencias, tumultos y atascos en templos y procesiones y, lo que era más grave para el celo de la jerarquía eclesiástica, la desviación en la atención al Sacramento o al santo protagonista; es decir, cuando se desequilibraba esa inestable mesura devocional referida anteriormente. Sin embargo, para las cuadrillas de danzantes, el castigo más contundente no vino precisamente de la mitra, sino de la corona.

Las danzas de danzantes, así como las de gigantes y otras manifestaciones destinadas a formar parte de la teatralidad paralitúrgica y adoctrinante de la antiguas celebraciones barrocas, sufrieron una grave envestida con el célebre mandato de Carlos III, de julio de 1780, que prohibía la presencia de las mismas en procesiones e iglesias de cualquier clase. Detrás de esta prohibición estaba el espíritu de la Ilustración, que impregnaba los ambientes más cultos y progresistas del momento. La nueva estética consideraba todo esto una antigualla, algo totalmente trasnochado y de mal gusto, y por supuesto irreverente.

Así, en este nuevo ambiente, al Cabildo Catedral pamplonés, enterado de lo publicado por el monarca ilustrado, le faltó tiempo para acatar la real orden y ordenar, ya en agosto, antes de que llegara el ejemplar escrito del decreto borbónico, que sus gigantes dejasen de salir durante las octavas del Corpus y de la Asunción. De este modo los canónigos ya podían contestar con satisfacción y orgullo, como relata don José Goñi Gaztambide en la Historia de los Obispos de Pamplona, que se habían anticipado a los deseos del rey.

Estamos en una época de grandes cambios y progresos, de los que Pamplona fue modelo. Muchas expresiones festivas populares con plena vigencia hasta entonces tendrían que sucumbir. Sirva de ejemplo la pastoral del obispo iruñés, Juan Lorenzo Irigoyen y Dutari, baztanés de Errazu, modelo de ilustrado, denunciando en 1770 los escándalos y abusos de los disciplinantes de Semana Santa “…que, con el nombre de penitentes, embarrados, aspados y de otros modos bien impropios, se incorporan en dichas procesiones sin más vestidura que unos simples calzoncillos, quedando por consiguiente desnudas y descubiertas sus carnes, y causando con este traje, además de la ridiculez y estorbos a la devoción, no pequeño escándalo y ruina espiritual en el innumerable concurso de gente de ambos sexos….”.

Se puede hablar, en estos años, de verdadera fobia a cualquier afirmación estética inmediatamente anterior. Don Antonio Ponz, Secretario de la Real Academia de San Fernando, dejó escritas en 1785 cosas como estas sobre el aspecto que tenían en aquel tiempo las iglesias pamplonesas:

“…siento haber visto en la Parroquial de S. Lorenzo el monstruoso ornato de la Capilla de S. Fermín, y el indecible maderage de los retablos amontonados y extravagantes de S. Saturnino. No hay en la Iglesia del Carmen cosa razonable a donde volver los ojos, pues empezando por la clásica monstruosidad del retablo mayor…”

A pesar de los nuevos gustos, las autoridades municipales de Pamplona, a las que Ponz, refiriéndose al acueducto de Noain, elogia diciendo que “Los señores de Pamplona tienen genio para pensar y ejecutar cosas de mucha importancia”, siguieron contando, al estilo tradicional, con los danzantes en las grandes celebraciones algunos años más; eso sí, acatando la imposición de Carlos III de no actuar ni en los templos ni en las procesiones. Esta continuidad nos puede dar idea del arraigo y la importancia de los danzantes en la vida festiva de la ciudad.

En los tres años de la guerra contra la Francia de la Convención, que tanto afectó a buena parte de Navarra, durante las fiestas de San Fermín sólo se celebraron los actos religiosos y sólo venía la danza de Aoiz, por encima de todas las adversidades, empezando por las económicas. Otra vez más merece la pena hacer hincapié en el secular arraigo que todavía tenían los danzantes en las costumbres de la corporación municipal y de paso hacer notar el prestigio de la danza de Aoiz y el aprecio que se sentía en Pamplona por la misma.

Los danzantes de Aoiz estuvieron viniendo a Pamplona hasta la Guerra de la Independencia, como vamos a ver ahora mismo. Pero ya al final de este periodo bélico de dos guerras, con la reorganización de la vida social y, por lo tanto, de la fiesta, el Ayuntamiento ya prescindía de las cuadrillas de danzantes en sus usos protocolarios. Prescindía o no tenía más remedio que prescindir, ante la desaparición, por pura inanición, de aquellas comparsas de danzantes que iban de un lado para otro. Los danzantes locales, al contrario, siguieron vivos en no pocas localidades, generalmente rurales, hasta nuestros días .Las cosas habían cambiado definitivamente.

Ramos nos aporta al respecto un testimonio muy significativo de lo que ocurría en aquella época con los danzantes y en especial con los queridos “danzantes valencianos de Aoiz”. En 1817, Francisco Irura, de Monreal, dulzainero que durante años acompañó dicha danza, escribe al Ayuntamiento de Pamplona:

“… que con el fin de solemnizar las funciones que anualmente celebran V.S. tanto a su glorioso Patrón San Fermín quanto la del corpus cristi, y facilitar a su público una honesta diversión á acostumbrado antes de la epoca de guerras, traer no solo las Dulzainas, sino tambien la Danza con la qual corrió por muchos años el exponente, y se le contribuya para todos con 749 reales 13 maravedises en las tres referidas funciones según puede verse en las cuenyas del año 1801, pero hace ya como nuebe años que no concurre la danza a aquellas festividades, sin duda por que V.S. no lo tubo a bien en la desgraciada epoca que va referida en la que todas las atenciones y cuidadios se dirigian a discurrir medios de salir de la esclavitud y tirania del intruso gobierno; y aunque después de la paz, se verifica la asistencia y concurrencia de la Dulzaina, no se ha restablecido la costumbre respecto a la Danza…”.

El solicitante pide traer la música y la danza de Aoiz por el mismo precio que sólo la dulzaina, pero no consta respuesta por parte del Ayuntamiento. El documento y la falta de respuesta son muy elocuentes.

Desde entonces ya no hay más noticias, que se sepa, de aquellos danzantes de Aoiz, con su dulzaina y tambor, con sus volteos, ¿con sus danzas de arcos y torre humana?, ¿con sus faldillas y chaquetillas?, ¿sus sombreros?, con sus, casi seguro, ocho hombres muy habilidosos en la danza…

Sorprende que las danzas valencianas, como vamos a ver, siguieran presentes todavía en la memoria de los pamploneses bien entrado el siglo XIX, prueba de la expectación que tuvieron en su día.

En 1828, con el paso por Pamplona de Fernando VII y su esposa, en su largo periplo por toda España, las autoridades dispusieron, entre otros cosas, instruir a un grupo de veinticuatro niños en las “antiguas danzas valencianas” para cumplimentar a los monarcas. Los pequeños danzantes, dice la crónica encargada por el Ayuntamiento, iban vestidos con sayas cortas y fajas y bandas de diferentes colores. Al son de las dulzainas “ejecutaron su danza y mil vistosas evoluciones con arcos y banderitas, formando grupos difíciles y graciosos, y entre otros uno que figuraba la más bella pirámide; y el que más ágil o brioso subió á la mayor altura, ondeó la banderola (…) y desaciéndose el grupo, todos á un tiempo se humillaron ante SS.MM., y danzando en movimiento retrógrado, sin volver las espaldas, se retiraron”·

Algo parecido se hizo en Bilbao por las mismas fechas y con igual motivo. El Ayuntamiento de la villa invitó a la juventud a preparar diferentes comparsas. Los alumnos del colegio de Santiago, nos cuenta Irigoyen en la obra antes citada, salieron “graciosamente vestidos, con pantalones blancos y chaqueta de seda carmesí: tenían también una faja del mismo color (… )las manos iban ocupadas con arcos de papeles de colores que debían servir para hacer las vistosas figuras de la contradanza que habían estudiado”. Bailaron “ una bonita contradanza, formando con los arcos de colores lindísimos juguetes y figuras”.

Pero los danzantes, en el caso de Pamplona, como en otros lugares como Tafalla, en donde también salieron niños con danza de espadas para Fernando VII, ya eran, eso, niños. Es conveniente tener en cuenta que el hecho de encargar la danza a pequeños danzantes, cuando anteriormente este menester era patrimonio de la fuerza, la habilidad, la gracia y el prestigio mistérico y social de los varones adultos, nos lleva inevitablemente a contemplar un estado de devaluación del papel de los danzantes en los acontecimientos festivos; devaluación que ha llegado, salvo valiosísimas excepciones, hasta nuestros días.

Curiosamente, la interesante descripción de estas danzas valencianas de la Pamplona decimonónica está en sintonía con lo que actualmente podemos ver en algunas poblaciones valencianas; se acoge perfectamente a algunas formas actuales conservadas en ciertas localidades .

De igual manera esta semejanza también puede asomar, con más o menos nitidez, especialmente en lo que se refiere a las torres y construcciones humanas, algo tan propio de las danzas valencianas, en las evoluciones de ciertos danzantes castellanos, riojanos, aragoneses o portugueses como los de Miranda de Douro que pudimos y estuvimos obligados a aplaudir en los encuentros del pasado mayo en Pamplona y Eibar, un acontecimiento cultural de primera categoría.

Hubo un tiempo en el que no se podía concebir una fiesta sin danza. Desgraciadamente, hoy en día, la danza, con la excepción de ciertas poblaciones admirables en este aspecto, es algo secundario, un pequeño espectáculo de relleno en el programa de nuestras fiestas, algo ñoño. A pesar de todo, lo conservado tiene su dignidad, y algo o bastante, o mucho, se lo debemos a los antiguos danzantes valencianos.

Sería interesante que todos los años, siguiendo la vieja costumbre, volviesen a venir por Pamplona. O por Aoiz. Ongi etorri.

Por Jesús Pomares Esparza (Dantzariak, 54)

  • Entre otras publicaciones del autor, “La danza en las fiestas y ceremoniales de Iruña a través de la historia” (Fronteras y puentes culturales. Edición Kepa Fdez de Larrinoa)

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